Por momentos he creído que la señal más evidente del cambio era la dolorosa comprobación de que ya no puedo vencer a J. en la consola. Hace nada fui yo quien le enseñaba los secretos del joystick y ya solo sirvo para echarle una mano cuando hay que pulsar rápidamente un botón durante demasiado tiempo. Muy bien, papá, gracias, ya sigo yo.

Sé que es solo una anécdota. Ese detalle no dice nada importante sobre cómo crecen y me adelantan, porque lo verdaderamente asombroso es presenciar el modo en que mis dos hijos actúan con una madurez que nunca he tenido ni tendré, descubrir que parecen ser mis progenitores mientras siento la irresistible necesidad de imitarlos o de añorar haber sido alguna vez como ellos. No es solo que ellos crezcan, es que a la vez menguo.
Afortunadamente no saben lo que pienso. Fingiré que puedo seguir siendo su padre.