viernes, 17 de febrero de 2012

Mi reino por un recurso

Entre las reformas introducidas por la Ley 37/2011, de 10 de octubre, de medidas de agilización procesal, se encuentra la limitación del ámbito del recurso de apelación en el orden civil. La exposición de motivos de la Ley justifica así esta novedad: "se excluye el recurso de apelación en los juicios verbales por razón de la cuantía, cuando ésta no supere los 3.000 euros, tratando con ello de limitar el uso, a veces abusivo, y muchas veces innecesario, de instancias judiciales".

De modo que algunos piensan que se recurre demasiado. A veces es cierto, desde luego, pero tan cierto como que a veces recurrir es lo único sensato. A veces tengo a impresión de que todo, sea lo que sea, ocurre a veces y no es fácil contarlas. Y lo digo yo, que recurro lo justo, casi nada, que bien sé, como me enseñaron hace quince años, que confirmar es de obispos y revocar, de albañiles.

Se ve que los recursos tienen mala imagen entre los que andan enfrascados en la reforma de la Administración de Justicia, con independencia de su orientación política. Los recursos son vistos por unos y otros como un instrumento del que se abusa en exceso, aunque me parece que se olvida demasiado alegremente su utilidad como mecanismo que tiende a mejorar la calidad de la función jurisdiccional, vuelve más uniforme la aplicación de la Ley y contribuye a la seguridad jurídica.

La búsqueda de un diseño procesal óptimo es cuestión compleja y yo solo estoy para contar experiencias, batallitas sin trascendencia. Como la del otro día, cuando me tropecé, diría que con cierta violencia, con la reforma. Unos meses atrás había llevado un asunto en principio sencillo: la reclamación de una factura de un cliente habitual del despacho. En aquella ocasión se desestimó en primera instancia nuestra demanda, aunque prosperó el recurso de apelación que interpusimos, de modo que logramos finalmente la condena del demandado al pago de la factura que nos discutía. Hace unos días volví al mismo juzgado, ante el mismo juez, con el mismo cliente, en defensa de una factura similar y enfrentado a una oposición muy parecida del nuevo demandado. Por un momento me sentí atrapado en el tiempo aunque realmente sabía que había transcurrido. Todo era igual pero completamente distinto. Dada la cuantía de la reclamación, la reforma legal nos había privado de  la eventualidad de una apelación. Sin la esperanza de un recurso, era consciente de estar definitivamente sometido a la inapelable decisión de un juez que ya se había pronunciado desfavorablemente en un proceso esencialmente idéntico. Respirando el aire de la nueva era procesal y cargado de funestas certidumbres, entré en la sala para representar dignamente mi inútil papel en un drama ya escrito.

Y sí, por supuesto, el magistrado, de extraordinaria e infrecuente cortesía por cierto, ha desestimado nuestra demanda por las mismas razones que fueron antes desautorizadas pero ya no podrán serlo. Tal vez ha disfrutado con algo que se parece a una venganza y que guarda cierto parecido con una pequeña prevaricación, al menos si uno la observa con los rigurosos ojos de la Sala que ha condenado recientemente a Baltasar Garzón.