jueves, 24 de febrero de 2011

Perroflautinternauta

En la red vivo del cuento. Aunque ahora gasto en productos culturales más que en ningún otro momento de mi vida, tengo buenos motivos para tener mala conciencia desde que internet entró en mi vida. Si hiciera lo correcto, leería un solo periódico, como antes, pero como soy un perroflautinternauta mantengo una suscripción mientras hojeo varios. Si fuera como dios manda bucearía por los rincones de la televisión digital terrestre hasta encontrar lo que creyera que merece la pena, pero como soy un perroflautinternauta voy directamente a lo que quiero ver y elijo cuándo. Si no fuera un pirata vería las películas solo en el cine y más tarde quizá las volvería a ver o las descubriría cuando un programador televisivo lo decidiera, o cuando comprara en el hipermercado un DVD para mi particular y muy exclusivo uso; pero como soy un perroflautinternauta que sigue yendo al cine, no por ello dejo pasar la oportunidad de repasar y descubrir filmografía a través de la red y al ritmo de mi infantil e insaciable capricho. Desconozco cómo exactamente se sostiene Spotify y cuáles son sus efectos en el mercado musical, pero este perroflautinternauta no echa de menos grabar en cintas magnetofónicas música de la radio desde que puede sumergirse en un amplísimo repertorio de bandas sonoras. Sin ir más lejos, últimamente ando tras Alexandre Desplat.




Yo solo soy un tipo con un diábolo que no sabe manejarlo. En realidad soy el perro que lo acompaña. Pero no tengo la menor duda de que, a pesar sus efectos menos deseables, la red y su tecnología propician un intercambio cultural e intelectual que es imparable y enriquece globalmente (mucho más de lo que puede empobrecer) a los que participan en él o simplemente lo contemplan. Un intercambio que estimula uno de los fenómenos más gratificantes y esperanzadores que observo, protagonizado por los más desinteresados y, en esa medida, también mejores. Me refiero al hecho de acometer placentéramente esfuerzo intelectual o artístico por puro amor al arte, sin más compensación que la oportunidad de compartirlo y difundirlo hasta el límite en un viaje que termina siendo de ida y vuelta, llevado a cabo por quienes ya tienen cubiertas sus necesidades de algún otro modo.

Son ellos los que más monedas arrojan. Los que me acarician la cabeza sin reparos ni escrúpulos.
Gracias, chavalotes, dice mi amo con voz ronca.
Muchísimas, muchísimas, muchísimas gracias, ladro yo.

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