domingo, 18 de diciembre de 2011

Reglas (o cómo fundar una orden para salirse de ella)

Con frecuencia –y cierta desesperación- me dedico a buscar reglas simples que orienten mi conducta o mi juicio sobre la conducta de otros. Necesito reglas porque suelo andar perdido en un revuelto mar de dudas, pero deben ser reglas simples para que no me cueste recordarlas. Soy un tipo desorientado pero muy consciente de serlo. No todo van a ser defectos.

Últimamente ando pensando en una de esas reglas elementales y quiero ver hasta dónde me lleva, si es que acaso sirve para algo. Me la cuento para no olvidarla. Veo claro que por nuestra contradictoria y convulsa naturaleza tenemos las facultades necesarias para, a priori con una probabilidad similar, ofrecer lo mejor y lo peor de nosotros mismos, que es a su vez algo personal y único en cada caso individual. Aunque seguramente es la cuestión primordial, no quiero discutir ahora qué es bueno o mejor en cada caso y me basta con tener mi particular criterio al respecto. Esto ni es profundo ni riguroso, es exactamente lo contrario, pero, como tengo dicho y reconforta, soy consciente de ello. Sigamos andando, Miguelino, que ya habrá ocasión más adelante de prestar atención al asunto de si el camino se hunde. La regla que me ronda dispone que ante varias alternativas, suele ser preferible la que aumenta las probabilidades de que mostremos lo mejor de nosotros mismos. Conociendo mi gusto por las perogrulladas, al principio pensé que era una más. Una de las gordas para ser exactos, del tipo de "frente a dos opciones suele ser conveniente elegir la mejor". Sigo pensando que es una burda tautología pero no por eso me tiene menos enredado.

Empecé dándole vueltas a la regla observando a los pequeños, tratando de aplicarla al ejercicio de mi responsabilidad paterna, viendo claro después que debiera presidir el esfuerzo educativo de la sociedad. La regla ilustra mi propia idea de la tan traída y llevada excelencia. Pero después la cosa se puso peor. Me he visto tratando incluso de orientar mi preferencia política hacia quienes ofrezcan una mejor aplicación de la regla y ahora la tengo presente casi continuamente, notando que me observa y juzga todo a mi alrededor.

Los resultados son desiguales y sobresale uno catastrófico: soy incapaz de extraer lo mejor de mí y vivo, diría que casi muero, ahogado en lo más miserable de mi repertorio. 

Pero soy consciente de ello.

martes, 13 de diciembre de 2011

¡Boum!

Llevo demasiado tiempo enfrascado en el asunto de la estafa. Ha decaído el entusiasmo con el que lo tomé en mis manos. La razón es que a pesar de presumir de compasivo, descubro con disgusto que el placer que me proporcionaba el expediente surgía de un pueril afán de venganza. 

La impugnación se presentará mañana. Nuestro colega se ha revuelto amenazante cuando ha tenido noticia de lo que estamos tramando. El pobre diablo ha intentado su último salto mortal pero ya no hay forma de apagar la mecha de la bomba que lleva atada a las manos. 

Ya no hay entusiasmo.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Cuando puntualizar es confirmar

Puedo comprender el malestar de Rubalcaba por los inmisericordes reproches de José María Ridado en su reciente artículo.

Pero entre las muchas cosas que revela el hecho de tomarse la molestia de remitir una carta al diario en respuesta a un artículo de opinión me quedo con una: Ridao dio en el clavo y el aparato del partido socialista no es consciente de la verdadera tarea que tiene por delante ni de la importancia de lograrlo.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Habemus Ducem

La responsabilidad abruma. Son más los listos y/o cobardes que la rehuyen que los ambiciosos y/o valientes que la buscan. Y hay momentos en que la responsabilidad que aguarda es tal que se precisa ciego entusiasmo, casi delirio, para afrontarla.

Durante la campaña electoral me compadecía de los dos únicos candidatos con opciones de presidir el Gobierno, por muy desiguales que fueran sus probabilidades. Me admiraba ver a aquellos dos alegres voluntarios camino de las entrañas de Fukushima. Me asombraba aún más la determinación del que se sabía ganador, su decidido paso al núcleo del incendio a pesar de ir solo equipado con incertidumbres. Desde las elecciones apenas habla y me hago cargo.

En la última película de Nanni Moretti, la irregular “Habemus Papam”, el cardenal elegido en el cónclave no puede aceptar la pesada carga de su inesperada designación y le sobreviene un ataque de pánico. Me gustaría poder creer que a Mariano Rajoy le pasa algo parecido y que las imágenes en las que aparece preparando su inminente toma de posesión son solo un intento de ocultar su miedo paralizante y su renuncia, un artificio como el de la estancia de un guardia suizo en los aposentos del Papa ausente para fingir su presencia y mantener el ánimo y la esperanza de los cardenales, sus electores.



La realidad, sin embargo, es que Rajoy tomará posesión de su cargo el 21 de diciembre mientras varios socialistas sopesarán su propia candidatura a la secretaría general de un partido que requiere una reconstrucción. La realidad es que en este tipo de retos políticos casi nada cambia y no habrá sorpresas ni ataques de pánico. Pero nadie sensato querría estar en su pellejo: ni en el de uno ni en el de los otros.