jueves, 26 de enero de 2012

Historias imposibles

Estamos esperando a la puerta de la sala de vistas. Unos conocidos del cliente que acuden como testigos a un juicio anterior se lamentan: es la tercera vez que acuden, después de dos suspensiones, para ratificar una factura de 700 €. ¿Y quién valora el tiempo que perdemos?, se preguntan. La Justicia es desconsiderada con el ciudadano, les digo, no lleva las cuentas de lo que hace perder. El cliente comenta que parece que las cosas pueden cambiar con el nuevo gobierno. Ha oído algo de las medidas propuestas por el nuevo ministro de Justicia. Le comento que los problemas están donde precisamente estamos, en los órganos de primera instancia, y no he encontrado en los titulares ninguna propuesta al respecto. ¿Y lo del Consejo General del Poder Judicial? A los cuatro pardillos que estamos allí esperando nos la refanfinfla, para qué decir otra cosa. Contar con una administración de justicia presentable en términos generales va camino de ser una historia imposible, eso pienso, pero buena gana de decirlo y aguar la fiesta.

Así que debo abstraerme y centrar mi atención en lo deslumbrante, como el talento que rezuma el guión de The Hour escrito por Abi Morgan. Las piezas de la historia van colocándose en su preciso lugar hasta el apoteosis del capítulo final, que me transmitió la tensión de los personajes de tal manera que me pareció compartirla. 

Luego están, claro, mis puntos débiles. Como los que tocan ciertas historias imposibles. 



Rematadamente imposibles.



Como la Justicia.

domingo, 22 de enero de 2012

Juego de niños

67,68, 69.

Este fin de semana he encontrado un hueco para jugar al escondite con Ramola Garai, o de hacer como que jugaba.


No hace falta que diga que la cacé, aunque solo fue era en The Hour.

jueves, 19 de enero de 2012

Garantías

Mi afán por querer valerme por mí mismo, mis escrúpulos a la hora de pedir ayuda me han puesto muchas veces en dificultades. Como cuando fui opositor. A punto de despeñarme acudí a un preparador a última hora. Era Fiscal Jefe de la Audiencia Provincial pero había estado destinado unos años en la Fiscalía del Tribunal Supremo. Por razones familiares había dado un infrecuente salto atrás, aunque supongo que dejar de ser uno más en la capital para volver a gobernar en provincias puede suponer no solo más tranquilidad sino incluso más reconocimiento.

Recuerdo una ocasión en que comentábamos la entonces última jurisprudencia del Tribunal Supremo sobre algún aspecto relativo a las garantías procesales. No estoy seguro, pero me parece que el asunto guardaba relación con algún requisito formal de la diligencia judicial de entrada y registro. Hablando sobre ello y sobre la declaración de nulidad por obtención ilícita de pruebas que efectuaban sentencias cada vez más garantistas -nulidad cuyos efectos podían arruinar todo un proceso en aplicación de la doctrina del fruto del árbol envenenado-, el preparador nos contó que durante su trabajo en la Fiscalía del Tribunal Supremo había llegado a espetar a algunos magistrados de la Sala Segunda que si se tratara del homicidio del presidente del gobierno no tendrían cojones de aplicar la misma doctrina legal. Decía, sonriendo, que aquéllos se llevaban las manos a la cabeza pero que no, no tendrían cojones. Me sorprendió que aquel hombre tan formal soltara un taco.

La anécdota viene al caso del juicio celebrado estos días contra Baltasar Garzón por un posible delito de prevaricación al disponer la intervención de las comunicaciones mantenidas en prisión por los imputados con sus abogados. Desconozco totalmente los detalles de la instrucción y no podría conocerlos ni aunque quisiera, así que me es absolutamente imposible valorar seriamente las resoluciones adoptadas por Garzón, los indicios en que se fundaron o los exactos términos en que se ejecutaron, de modo que tampoco estoy en condiciones de poder juzgar el fundamento último de la acusación dirigida contra él. Pero oigo y leo en los medios algunas valoraciones jurídicas que no reflejan algo que es realmente fácil apreciar: la complejidad del asunto procesal de fondo y el dilema que plantea.

La confidencialidad de las comunicaciones entre abogado y cliente se integra en el núcleo del derecho fundamental a la defensa y asistencia de letrado. La confidencialidad, singularmente en prisión, es una garantía que, como abogado, me conviene que sea absoluta, aunque comprendo que solo casi lo sea y que empiece a dejar de serlo cuando me haya convertido en agente cooperador de graves delitos, y no solo de terrorismo pese a la dicción literal del art. 51 de la Ley Orgánica General Penitenciaria. Asumo, por tanto, que en casos muy excepcionales el secreto de la comunicación profesional, incluso en prisión, puede decaer ante otro derecho o interés jurídico relevante. Pero hay que ser extremadamente cuidadosos. La concurrente condición de defensor en el sospechoso exige que la puntual claudicación de la confidencialidad se limite a lo estrictamente indispensable en cuanto a sujetos y tiempo, que esté fundada con el mayor rigor en indicios de singular consistencia, se reserve a los casos de gravedad suficiente y en todo caso se acompañe de medidas eficaces para no perturbar el legítimo derecho de defensa. También asumo que en la realidad será bastante improbable hacerlo correctamente y que los límites y garantías serán casi siempre de algún modo desbordados, pero es fácil imaginar casos teóricos perfectos que nos lleven al límite del conflicto que sugiero. Por ejemplo: la policía sabe, con certeza suficiente, que un preso va a indicar a su abogado el nombre del magistrado que quiere que sea asesinado. La policía también sabe que el preso encargará a su defensor transmitir ese nombre al sicario, cuya identidad se desconoce, que habrá de ejecutar materialmente el asesinato. Es cierto que la policía podría adoptar muchas medidas para tratar de evitar el crimen y detener a sus posibles responsables, pero solicitar autorización judicial para la interceptación de esa comunicación sería la más tentadora entre las más útiles. Y acordarla sería tan tentador para un juez instructor como apoyarla lo sería para un miembro de la fiscalía. Llegados a este punto, supongo que alguien, sonriendo, apostaría por que los magistrados de la Sala Segunda del Tribunal Supremo no tendrían cojones, no ya para encausar al instructor, sino para considerar siquiera la nulidad de la escucha. 

Esto es solo un burdo esbozo de la cuestión, de sus matices y mi opinión sobre ella, pero como (mal, escrupuloso y moralista) abogado y antiguo (y aún peor) opositor confieso que tengo serias dificultades para entender que un complejo y espinoso asunto procesal como éste se pueda estar ventilando en el Tribunal Supremo en forma de causa penal por prevaricación seguida a instancia de la acusación particular. 

Y ya no sonrío.

viernes, 13 de enero de 2012

El trío de Managua (o Give Peace a Chance)

En ocasiones levanto la vista de los objetos que me entretienen y tropiezo en el telediario con la última versión de los mismos juegos. Por ejemplo: digerida la panzada que me di con Homeland, saboreada la última y brillante versión cinematográfica de “El Topo” ("Tinker, Tailor, Soldier, Spy") y superada satisfactoriamente con “El espía que surgió del frío” mi primera experiencia con el Kindle, informan que un científico del programa nuclear iraní fue despedazado por una bomba con varios remitentes. 

A veces, sin embargo, el mundo no reproduce mis juegos, me los reprocha.



¿Y qué haría yo sin mi venenosa PS3? ¿Qué sería de mí sin jugar al crimen, a resolverlo o a perpetrarlo con la excusa de la aventura?

Tan cierto es que el mundo no es un juego como que está como una puta cabra.

Daniel Ortega, Hugo Chavez y Ahmanideyad como siguiendo la estela de un cohete en la toma de posesión del primero. ¿Por qué será que los impresentables suelen ir de tres en tres?

lunes, 9 de enero de 2012

El sermón de la mañana

Malditos hábitos. Quizá solo respondan a la flojera del sueño matutino. Pero es despertarme, medio mareado, y ya necesito el primer trago de radio. Allí están las voces, incomprensiblemente animosas, casi entusiastas, soltando lo primero que ha pasado previamente por la cabeza de sus dueños. Soy incapaz de comprender cómo puede haber tanto tráfico cerebral a esas horas. Qué vitalidad. Necesito oír lo que con frecuencia me repatea. Mi particular y disciplinado cilicio. Carlos Herrera se sienta a desayunar en un estudio de ONDA CERO y me cuenta lo que piensa. Le escucho atentamente. Me repatea pero le escucho. El tipo debe de saber que escuchan lo que se le ocurre porque no para. Día tras día. Se gana la vida y le escucho, día a día, y me repatea día sí, día no pero casi. Sin duda sale ganando y yo perdiendo. Malditos hábitos. 

El cilicio de la mañana. Droga pura.