jueves, 19 de enero de 2012

Garantías

Mi afán por querer valerme por mí mismo, mis escrúpulos a la hora de pedir ayuda me han puesto muchas veces en dificultades. Como cuando fui opositor. A punto de despeñarme acudí a un preparador a última hora. Era Fiscal Jefe de la Audiencia Provincial pero había estado destinado unos años en la Fiscalía del Tribunal Supremo. Por razones familiares había dado un infrecuente salto atrás, aunque supongo que dejar de ser uno más en la capital para volver a gobernar en provincias puede suponer no solo más tranquilidad sino incluso más reconocimiento.

Recuerdo una ocasión en que comentábamos la entonces última jurisprudencia del Tribunal Supremo sobre algún aspecto relativo a las garantías procesales. No estoy seguro, pero me parece que el asunto guardaba relación con algún requisito formal de la diligencia judicial de entrada y registro. Hablando sobre ello y sobre la declaración de nulidad por obtención ilícita de pruebas que efectuaban sentencias cada vez más garantistas -nulidad cuyos efectos podían arruinar todo un proceso en aplicación de la doctrina del fruto del árbol envenenado-, el preparador nos contó que durante su trabajo en la Fiscalía del Tribunal Supremo había llegado a espetar a algunos magistrados de la Sala Segunda que si se tratara del homicidio del presidente del gobierno no tendrían cojones de aplicar la misma doctrina legal. Decía, sonriendo, que aquéllos se llevaban las manos a la cabeza pero que no, no tendrían cojones. Me sorprendió que aquel hombre tan formal soltara un taco.

La anécdota viene al caso del juicio celebrado estos días contra Baltasar Garzón por un posible delito de prevaricación al disponer la intervención de las comunicaciones mantenidas en prisión por los imputados con sus abogados. Desconozco totalmente los detalles de la instrucción y no podría conocerlos ni aunque quisiera, así que me es absolutamente imposible valorar seriamente las resoluciones adoptadas por Garzón, los indicios en que se fundaron o los exactos términos en que se ejecutaron, de modo que tampoco estoy en condiciones de poder juzgar el fundamento último de la acusación dirigida contra él. Pero oigo y leo en los medios algunas valoraciones jurídicas que no reflejan algo que es realmente fácil apreciar: la complejidad del asunto procesal de fondo y el dilema que plantea.

La confidencialidad de las comunicaciones entre abogado y cliente se integra en el núcleo del derecho fundamental a la defensa y asistencia de letrado. La confidencialidad, singularmente en prisión, es una garantía que, como abogado, me conviene que sea absoluta, aunque comprendo que solo casi lo sea y que empiece a dejar de serlo cuando me haya convertido en agente cooperador de graves delitos, y no solo de terrorismo pese a la dicción literal del art. 51 de la Ley Orgánica General Penitenciaria. Asumo, por tanto, que en casos muy excepcionales el secreto de la comunicación profesional, incluso en prisión, puede decaer ante otro derecho o interés jurídico relevante. Pero hay que ser extremadamente cuidadosos. La concurrente condición de defensor en el sospechoso exige que la puntual claudicación de la confidencialidad se limite a lo estrictamente indispensable en cuanto a sujetos y tiempo, que esté fundada con el mayor rigor en indicios de singular consistencia, se reserve a los casos de gravedad suficiente y en todo caso se acompañe de medidas eficaces para no perturbar el legítimo derecho de defensa. También asumo que en la realidad será bastante improbable hacerlo correctamente y que los límites y garantías serán casi siempre de algún modo desbordados, pero es fácil imaginar casos teóricos perfectos que nos lleven al límite del conflicto que sugiero. Por ejemplo: la policía sabe, con certeza suficiente, que un preso va a indicar a su abogado el nombre del magistrado que quiere que sea asesinado. La policía también sabe que el preso encargará a su defensor transmitir ese nombre al sicario, cuya identidad se desconoce, que habrá de ejecutar materialmente el asesinato. Es cierto que la policía podría adoptar muchas medidas para tratar de evitar el crimen y detener a sus posibles responsables, pero solicitar autorización judicial para la interceptación de esa comunicación sería la más tentadora entre las más útiles. Y acordarla sería tan tentador para un juez instructor como apoyarla lo sería para un miembro de la fiscalía. Llegados a este punto, supongo que alguien, sonriendo, apostaría por que los magistrados de la Sala Segunda del Tribunal Supremo no tendrían cojones, no ya para encausar al instructor, sino para considerar siquiera la nulidad de la escucha. 

Esto es solo un burdo esbozo de la cuestión, de sus matices y mi opinión sobre ella, pero como (mal, escrupuloso y moralista) abogado y antiguo (y aún peor) opositor confieso que tengo serias dificultades para entender que un complejo y espinoso asunto procesal como éste se pueda estar ventilando en el Tribunal Supremo en forma de causa penal por prevaricación seguida a instancia de la acusación particular. 

Y ya no sonrío.

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