jueves, 10 de marzo de 2011

Dios los cría

Ahora que se calcula casi todo, que hay estudios económicos capaces de traducir en euros el coste de cualquier desaguisado, me sorprende que no se haya valorado, en euros, porcentaje del PIB o magnitud de análoga importancia, la contribución de nuestra administración de justicia a la crisis económica. El preciado instrumento para el ejercicio de nuestros derechos es una completa ruina para quien necesita reclamarlos. Los asuntos se demoran, cualquier paso en la ejecución dineraria se eterniza y el deudor no hipotecario está a salvo mientras los créditos se entierran entre los escombros de incompetencia de cualquier palacio de justicia.

Enmarañado en mis tristes experiencias leo con asombro en EL MUNDO de ayer que, nada más recibir la respuesta del Ministerio de Interior sobre la identidad de los agentes de desactivación de explosivos que se encargaron personalmente de trasladar a las dependencias de la Unidad Central las piezas de convicción, recogidas el 11 de marzo de 2004 en los diferentes lugares de los atentados, "la juez Coro Cillán acordó citar a los 48 policías entre el viernes y el lunes: 24 cada día, a razón de 20 minutos por funcionario, entre las 9.00 horas y las 19.20 horas".

Es un absurdo derroche de recursos, pero no puedo evitar envidiar ese entusiasmo jurisdiccional. Lo querría para mis cosas. Me alegro de todas formas de que después de sus problemas disciplinarios, solventados oportunamente por el Tribunal Supremo, la Magistrada haya recuperado una forma que parecía perdida.

Hay que admitir que mientras la justicia fracasa en sus funciones más esenciales, a veces surgen casos extravagantes que milagrosamente encuentran jueces a su medida. El resultado no es milagroso, sino simplemente extravagante. Pseudojusticia y pseudoperiodismo, menuda pareja.





(P.S.: me divierte comprobar que las mismas palabras pueden aplicarlas otros al juez Baltasar Garzón y a los medios que han respaldado sus iniciativas más polémicas. No es sorprendente ni inconveniente. Al fin y al cabo solo se trata de nuestra visión del mundo y de la óptica imperfecta que emplea, también cuando definimos nuestro particular y discutible concepto de la extravagancia).

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